Un verano en Noruega- Saúl Fuentevilla desde Noruega

Ha sido un año distinto, para todo y para todos. Este latigazo a la vida y a los sistemas de consumo que ha provocado la pandemia por el Covid-19 se hace presente en forma de mascarilla, estrés y tristeza. Y en cierta parte y mucha menor medida, también repercutió en la sociedad noruega. Si bien es cierto que el control prematuro y la responsabilidad civil contuvieron con mucho éxito los efectos del virus, ha sido un verano diferente. Cada familia en cada kommune (quizá la traducción más acertada sería la de 'ayuntamiento') lo supo y afrontó de la mejor manera.

 

Noruega es un país de cultura diferente, es obvio. Aquí se promueven las vacaciones de camping, tienda de campaña, senderismo, horas de carretera. Desde siempre y por siempre, viéndose exponenciado en esta realidad paralela de 2020. El verano aquí comienza antes. En realidad, cada estación vive con prisas aquí en este norte tan ártico. La primavera es un suspiro de lluvia, sol tímido y ropa de abrigo. En mayo, con la sucesión de días nacionales como el día de la Liberación (8 de mayo) o el propio día de Noruega (17 de mayo) marcan, desde la temprana edad del instituto y las primeras fiestas juveniles, la llegada del ambiente estival: ese carácter de paz y alma sonriente. Las casas empiezan las barbacoas periódicas, las calles observan a la gente pasear a cualquier hora, el día es prácticamente eterno y la noche asoma tímidamente una, quizá dos horas, en que siquiera es oscuridad real sino un simple descanso de luz intensa.

  

Sin embargo, nada es eternamente igual ni feliz.

La responsabilidad civil, culpable en gran parte del desarrollo de la sociedad tanto en cuanto se puede aportar. Un metro de separación, gel a la entrada, grupos reducidos. Normas que también llegaron a la frontera noruega para quedarse, al menos, hasta bien entrado junio. Sin fiesta nacional como antaño, sin grandes celebraciones ni festivales. Como voluntario, vi reducida mi oportunidad de apasionarme de la temporada estival de esta cultura. Pero era, y aún es, una responsabilidad que acatar por el bien de todos. Un día, sin previo aviso, recuperamos la realidad de otros años, al menos en un gran porcentaje. Hasta hoy, aún no puedo empatizar del todo con el presente de mi familia y amigos, y me siento afortunado realmente.

  

Cuesta adaptarse cuando todo cambia, aunque todo siempre cambie. No ayudamos en festivales, no viajé a ver el día nacional a Oslo, aproveché y viajé por el país. Con los ahorros de los primeros meses, mochila y tienda de campaña, desde las islas Lofoten hasta la costa oeste de Selje, en buses y trenes interminables con vistas espectaculares. Y como yo, tantas y tantas familias que, no como yo, hablaban noruego a la perfección. Si ya era algo normal, con el Covid-19 el turismo local se multiplicó. Caravanas y caravanas, todo se llenó.

  

El proyecto ha ido creciendo, como debiera ser. Las plantas están alegres, los animales también. Salvo gente como yo, la mayoría de seres prefieren ambientes más cálidos. Y fue bonito vivirlo en parte, con esa temperatura de mi norte en España, ese sol de lluvia y esas nubes grises de más de veinticinco grados. Mis dos compañeros llegaron, Robyn y Claire, Turquía y Francia. Y así el ECS también creció en experiencia, la convivencia es un ser que pocas veces realmente se descubre. El choque cultural es precioso, entendernos también, aunque a veces sea complicado. Y egoístamente, Chatrine y yo creo que agradecimos más gente para más ayuda, para sacar más ideas adelante. Y ha sido bonito crecer todos juntos. Y junto a este medio natural, el campamento infantil que se realiza cada año, y mis trazas vikingas, y las últimas luces del verano, desde los cielos de Gaustatoppen y los valles de Rjukan, donde la ventisca fue el telón de fondo y no los veintipocos de septiembre.

 

  

¿Cómo hablar de un verano en Noruega? Supongo que baste la alegría en sus caras, calles y carreteras abarrotadas, cielos que no se acuestan por la noche y el clima de Cantabria que me traje en la mochila.